domingo, 29 de septiembre de 2013

Día Seis: Las películas imposibles - El amor cinéfilo -




Supe desde siempre que tenía un grave problema con las películas. Incluso a edad temprana donde nuestra conciencia crítica no tiene estructuras y nuestro pensamiento especulador podría representarse como un mísero poroto.
Tenía cinco años cuando el Sanyo modelo '88 escupía los títulos iniciales de El Exorcista en una madrugada de invierno mientras todos dormían. Con un pijama repleto de dibujos de los osos cariñosos y un bol colmado de maníes confitados en mi regazo, la punzante música del comienzo del film dilataban mis pupilas hasta convertirlas en un par de platos ahuecados por el tiempo y por el espacio. ¿Han pensado alguna vez el proceso físico y biológico que experimentan nuestras pupilas al confrontarlas con una película? ¿No creen que se asemeja muchísimo a dos hoyos negros , esos hoyos que aseguran que interrumpen ,de vez en cuando, la quietud del universo? El cine es una de las pocas ramas del arte que logra acaparar todas nuestras zonas disponibles para la conmoción. Y yo siendo infante ya lo percibía. Quería el instante bendecido, quería pertenecer, quería descifrar el mensaje que cada plano tenía para mí...¡Los planos en el cine! Son el guión mudo y codificado insertado dentro de un argumento verbal, es el juego de la escondida de cualquier director. Y yo a esa edad ya lo sabía. Yo a esa edad  sabía muchas cosas. Y cuando más sabe uno más ignorante es, porque el saber nos hace manejar un nuevo espectro de posibilidades y  sentimos cuan grande es el imperio del intelecto. 
Yo ignoraba a Tornatore, yo quería ser Toto, yo quería mi propio ritual cinematográfico, mi propia ceremonia clandestina, manejar mis propios embrujos, era un niño con pulsiones, tener curiosidad es sentir hambre, mucho hambre.
 La película guionada por Blatty (basada en su propia novela, una de las obras más espeluznantes de la historia) transcurría a ritmo trepidante ante mis ojos. Podía vislumbrar que más allá del maquillaje y de los efectos de sonido, la película le daba el necesario giro visual a un tema harto discutido desde el comienzo de nuestra era: la fe.
Y cuando el señor de las moscas le susurraba ásperamente desde las entrañas de Lindita al padre Karras, imitando la voz insoportablemente inmigrante de su mamá muerta, empecé a sentir transformaciones a mi alrededor. Soporté toda la película mordiendo mis labios, rayando mis manitos con las uñas, rompiendo con los apretujones de mis puños la tela de mi pijama. Sucedía aquello y mis golosinas desaparecían.
Dejé de ver cine. Aprendí a tejer, a cambiar instalaciones eléctricas y unos años más tarde, recitaba Shakespeare para las navidades. Terminé la secundaria con promedio de 9,75, poseía un nivel intermedio de yoga, hablaba tres idiomas y podía crear esculturas con ambos lóbulos de mi cerebro. Podía hacer cualquier cosa, menos mirar películas.
El cine como institución física estaba prohibido. No acudía a ellos, me persignaba con fervor al pasar por un local de video de alquiler. Llegué a transportar tanta paranoia sobre mi espalda, que salía a la calle con cinco tubos de ensayo en cada bolsillo repletos de kerosene y quemaba cada afiche gráfico de películas estreno que aparecía ante mí.
Ayer me dije que eso debía terminar y resoplando como un búfalo me enfrenté a la entrada del famoso cine de la zona de Congreso, el que tiene título en francés pero es más argentino decir que es una goma gigante. Agosto brindaba un especial de cine francés posmoderno, donde se repetían aquellos filmes que dieron nuevos espasmos a la cuna del cine.
Apagón de luces y yo sin confites, el vals de Amèlie y yo sin pijamas, la niña con su cámara de fotos y yo sin inocencia. Me enfrentaba de nuevo a la cara de mi maldición y tenía más miedo que la primera vez. Me imaginé tirado en un charco de sangre cuando los demás espectadores descubrieran lo que sucedía y me destruyeran a patadas. Me visualicé en la tapa de los diarios como la nueva atracción de los medios, veía mi final en un cubo alcochado con la zona sublingual más manoseada que mi propio esfínter. Respiré hondo y experimenté lo que era visitar un cine por primera vez, a los veinticinco años.
Durante la primera parte de la proyección no sucedió nada extraño y todos los presentes teníamos la fiesta en paz.
Un olor penetrante y desconocido llegaba ante mí. Los aromas me pueden, logran tenerme bailando en un hilo de Ariadna invisible durante incontables minutos. El perfume se parecía a un suavizante de ropa con tenues e intensos toques de colonia importada. Las únicas palabras que me golpeaban la frente para definir todo eso, era la de limpio blanco de pureza higiénica. Seguramente así olería el cielo.
Había un pedazo de cielo sentado en la butaca contigua, nos miramos de reojo mutuamente; en unísono, y dejamos de vivir. Mi vida pasó a sus manos y Él ,en silencio, me otorgó la suya telepáticamente. Juntos en la salud y en la enfermedad hasta que la locura nos separe. Teniendo en cuenta mi problema eso podía ser en escasos segundos. Y habría muerte sin Venecia y otra vez un Gustav von Aschenbach sin su Tadzio.
Corté el romanticismo de florcitas inventadas y violines que sólo yo escuchaba y volví a concentrarme en Audrey Tautou. La muchacha servía café en el bar donde cumplía su jornada. Lanzaba miradas a su alrededor e intentaba ,bajo hermosos sortilegios de una amable retórica de solidaridad, hacerles la vida mejor a aquellos que la rodeaban.
Mandó a un hombre y a una mujer al baño, a gemir como burros, a juntar una vagina humeante de inferioridad y pesimismo con el falo de un compulsivo y manipulador, el especímen de un hombre  que de hombre no tenía nada y de inseguro lo tenía todo.
Y en la pantalla gigante del cine se desprendía la escena de las copas del aparador de ese bar vibrando, las pupilas de Amèlie se apoyaban en los pómulos de su cara que su sonrisa desplegada hacían subir  como si fueran ascensores. Y un ruido parecido a un choque de estrellas se manifestó a mi lado.
Y la gente empezó a gritar, a correr, a tropezarse, se prendieron las luces y un reflector se posó en los hombros de aquel que olía bien a mi costado.
Les confieso que a mí me cuesta mucho entender las cosas, mi capacidad de asociación es comparable con la capacidad de ganar un maratón de una tortuga. No sé mentir en el truco, y nunca pasé del primer nivel del Tetris. Por lo tanto, tampoco veía la transformación de mis alrededores. Cuando al fin entendí la indiscutida vinculación entre el hombre que se sentaba junto a mí y el caos que se había desarrollado, no pude más que sonreír. Lo saqué de donde estaba sepultado y lo invité a su casa.
Ahora estoy aquí, sentado en un sillón que no es mío, con un plasma que no es mío, con una videoteca que no es mía, con un piso que me sostiene que no es mío, con un silencio que no me pertenece, con unos ojos azules que me miran desde la cocina que son mi nueva adquisición como terrateniente del amor.
El amor se mueve bajo misteriosos designios ¿O era El Señor?, hay deseo y no es un tranvía, hay una unidad instantánea ¡y si me importa un comino! . Y no salgo  corriendo por ninguna escalera y nadie se va a llorar a Tara diciendo que al fin y al cabo mañana será otro día.
Le ordené al Ángel que sacara todos sus muebles del living, que me encierre en un circulo de botellas de vino pero, sobre todo, que no salga bajo ningún punto de vista de la cocina, pase lo que pase, pase lo que me pase y pase lo que le pase.
Pongo Play y El Deseo S.A presenta un film de Almodóvar. Y a la mañana muy tempranico unas mujeres limpian tumbas en un cementerio. Y se suceden en la mayor tranquilidad los primeros veinte minutos de película. Y La Sole encuentra la bicicleta estática de su tía Paula que está mas ciega que el monje Jorge de Burgos que aunque la rosa siga sin tener nombre, la Poética, también, sigue sin su apartado sobre la risa.
El Ángel propietario sigue teniendo problemas, lo oigo luchar en la cocina. Seguirá excitado con la escena del coito del baño, quizás esté recordando o quizás de nuevo le sobrevino el desastre por que puedo llegar a ser yo el tejido de la manta de sus hormonas.
En la película las vecinas conversan con La Agustina, su madre hippie sigue desaparecida, la primera hippie del pueblo, la que confeccionaba pulseras de plástico. Su hija la honra y argumenta : " - Cada vez que me fumo un porro me acuerdo de ella". 
La risa que se me escapa de los labios desencadena los hechos.
Al principio es un golpe tenue y hago como que no lo escuché. Segundos después, el ruido se repite más insistentemente. Y no puedo hacerme el desentendido, me pongo erguido y amenazante para abrir la puerta mientras en la cocina cada vez hay más ruido a despelote y ,ahogándose, el dueño de la casa trata de decir "Ya voy". Le digo que se calme de una buena vez, que yo abro.
Y eso hago.
Un chico de traje, con una botella de vino bajo el brazo, me brinda su semblante petrificado. Su atuendo es negro por completo y lo acompaña un pañuelo rojo en el bolsillo que cubre su corazón y una corbata a tono perfecto.
Le digo que pase y que se siente, lo digo sin miedo y eso parece descolocarlo.
Sigo mirando la película mientras mi nuevo acompañante se sienta junto a mí y se sirve una copa.
Se reanuda la historia que humedece la pantalla y media hora después la niña enfrenta el mal. Un orgasmo estético se apodera de la película, la chica brinda testimonio con su rostro tensado por las garras de la desesperación, llora y confiesa ante una cámara que congela y una música robada, a modo de homenaje, de alguna película de Alfred.
Mi alma no se contiene y estallo de admiración ante tremendo logro y otros dos hombres en traje rompen el vidrio de la ventana del living para levantarse en el acto y decir a dúo - “Hola, que tal.”
 Sacuden sus ropas hasta que quedan como nuevas y se sientan con más botellas de vino que me ofrecen para mirar la película con nosotros.
Cuarenta minutos después Raimunda se asombra al descubrir que su hija nunca la escuchó cantar, su madre ( media muerta , media viva) la observa escondida en un auto en las afueras del restaurante donde sucede la escena.
El dueño del departamento grita desde la cocina para que le deje venir a ver esta escena, su escena favorita, con nosotros.
Tuve miedo, lo confieso. Es más fácil mostrar el glande que mostrar el alma. -¡Que no, te dije.. espera un poco!- grito nervioso y mis acompañantes gritan como hienas.
-¿Quién anda ahí? -interroga desde su prisión doméstica
- Mejor no preguntes- contesto.
Penélope Cruz adivina el parpadeo de la luces que a lo lejos van marcando su retorno y mis ojos copian sus lágrimas, yo lloro con ella mientras canto lo que ella canta. Los hombres se emocionan conmigo, y corean el tango , ésta vez en tono flamenco, con sus voces borrachas.
La emoción me rebalsa como un tanque de agua, como una olla hirviendo, como oruga que rompe el capullo, como la saliva que uno se olvida en las orejas de un amante.
El parqué del living se rompe en pedazos para escupir cuatro hombres , vestidos de etiqueta que reptan para salir del pozo mientras cantan con voz de tenor que veinte de años no es nada.
¡Y febril la mirada te busca y te nombra! ¡Y esto si que no tiene nombre!. Me besan con sus bigotes perfumados, me acarician los rulos y me piden perdón por haberse comido mis confites aquella vez. Me dicen con ternura que me quedaba lindo el pijama y lo bueno que es estar de vuelta.
Pedrito ordena que la cámara enfoque a La Maura llorando mientras ve a su hija cantar aquella letra que con amor le enseñó cuando era pequeña. Y se esconde con miedo cuando cree que Raimunda la ha visto. El plano nuevamente lo protagoniza Penélope¡ la odio tanto! pero la cámara la ama, yo amo esa cámara que la idolatra, mis acompañantes aplauden rabiosos y los cinco nuevos hombres de traje que acaban de caer del techo opinan lo mismo. De hecho agudicé mi oído y el 
Ángel desde la cocina grita "Te amo, Raimunda".
Y ya perdí la cuenta de cuantos somos sentados en este sillón, donde el vino corre como río vampírico, hay escombros por todos lados, el viento ruge por las ventanas rotas y el dueño de la casa grita cada vez más fuerte. - ¡Hay cuatro hombres de traje saliendo de mi heladera!. Abre la puerta de la cocina y una tonelada de cucharas de plata se precipitan en el piso como una lluvia grisácea. Llueve metal por cinco minutos.
Sale Él de la cocina completamente enajenado y despeinado pateando las cucharas, maldiciendo el cine, a mí, a la divina providencia y al boom del bing bang.
Junto al Ángel vienen los hombres de traje. Me dicen -¡Hola chiquitín ! entre abrazos y efusivos saludos con sus compañeros. Entre todos patean las cucharas de plata y de tanto ver cucharas dirijo mi mirada hacía los ojos de río puro.
- ¿Podés ponerle un tope a tu excitación? - le pido autoritario
-¿Podés dejar de emocionarte tanto?- replica
Le digo que no, por supuesto, que al fin y al cabo el llenó el cine de cucharas de plata porque se conmovió con ese amor surgido en el baño y con la opción a que conmigo recree aquello. Que ésto también soy yo. 
Todos eran mis hijos, no de Arthur Miller, sino míos. Completamente Sin duda alguna.
El me sonríe y cesa el torrente de cucharas, se sienta a mi lado, a nuestro lado, al lado nuestro, conmigo, con ellos, con nosotros.
Y me vuelvo a emocionar, y los hombres de traje gritan ¡Sí,sí! con la cadencia propia de los que apuestan en las riñas de gallos y encima , entre pito y flauta y pito y pito, pasó ya una hora más de película. La Maura le pide perdón a su hija y nos enteramos de las atrocidades que una familia vive en un pueblo donde todo se silencia bajo el estruendo de un viento que enloquece a toda la población.
Y no me contengo, el Ángel me mira expectante y me digo a mi mismo que reprimirse no vale la pena, que todos tenemos particularidades y que  ningún vínculo es fácil. No se si el amor todo lo puede, pero quizás salga algo interesante entre hombres de traje y cucharas brillantes.
Seis hombres de negro aparecen ante nuestros ojos como traídos de otro planeta, como si se teletrasportaran. Son míos y me dicen ellos también -Hola .que tal. El dueño de la casa les regala una cuchara a cada uno y ellos levantan el sillón con nosotros arriba, mientras los otros sirven más vino. El pedazo de cielo, de la alegría que tiene le nacen mas cucharas y todos hacemos cada vez más ruido, hasta que uno de ellos nos obliga a callar.
La Maura es una aparecida que quiere cuidar al personaje de Blanca Portillo. Volver es una película que podría parecer surrealista donde los muertos conviven con los vivos. Y una escena final, donde la estética habla mucho más que el guión que ya ha terminado, nos da una dualidad exuberante como regalo de despedida.
Y también la vida es un poco así ¿no es cierto? calla más de lo que dice, interpretamos simbólicamente mucho más que todo lo explícito que ella nos trae con el correr de los días.
Y el amor es un poco así también, la curiosa relación entre un hombre de traje y una cuchara.
La escena final me produce tanto goce que todos aplaudimos mientras una avalancha de hombres de traje se suma al festejo. Ya ni sé bien de dónde salen.
Sólo me dedico a abrazar muy fuerte al novio que el cine Gaumont trajo hacia a mí y que con un beso que se arrodilla en mi boca hace que una montaña de cucharas de plata nos sepulte a todos por completo.



1 comentario:

  1. Atrapante.El cine y la vida, las peliculas que marcan una historia. Hacia falta lo del pijama de ositos? Jajjaja

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